jueves, 8 de abril de 2010

Tesoro del Atico

Tesoros del Atico


Tercera semana del mes de mayo, sábado, 8:30 de la mañana,
un corto viaje de siete millas nos lleva a uno de los parqueos
del estadium de los Gigantes, en New Jersey. La mañana es fresca,
el día agradable, comienza la gran temporada de flea market (mercados
de pulgas), garage sale, yard sale, ventas de ocasión, limpieza
de basement o como lo quieran llamar. Es el momento en que las
personas limpian sus casas y quieren deshacerse de todo lo que
tienen y ya no usan. Estas cosas han permanecido en el ático por
espacio de un año y no se les ha dado ningún uso, y lo llevan al
gran estacionamiento del estadium para venderlas, muchos son
negociantes que tienen un puesto fijo todo el año, no importa si
llueve, truene o relampaguee, si hace mucho calor, o si el frío es
intenso, o la nieve cae en blancos copos que cubren el suelo, ni
siquiera la caída de las torres gemelas por parte de terroristas pudo
hacer cerrar este mercado, el año entero el mercado de las pulgas
está abierto miércoles y sábados de nueve de la mañana a cuatro de
la tarde.

Los que llegan temprano encuentran parqueo, la mejor época
es de mayo a octubre. En un lugar donde se pueden estacionar diez
mil autos, es difícil, a las once de la mañana, encontrar un lugar
donde estacionar el auto, por eso yo prefiero llegar temprano. Este
es mi objetivo de hoy y durante tres horas o más, será mi deleite,
mi punto de observación, mi momento de soledad y recuerdos, es
el lugar donde mi mente se remonta al pasado.

El mercado ocupa el espacio de uno de los parqueos y los pues-
tos están delineados en diez calles con un largo total de más de dos
mil metros. Si hablo de este mercado es porque lo visito frecuentemente,
pero también podíamos hablar de muchos otros que atraen
nuestra atención, pero ahora nos referiremos a mi preferido. Este
mercado situado en lo que se conoce como Meadowland, tiene tres
entradas y se paga un dólar para ser admitido a él. Lo cobra la
dirección de el estadio y es para cubrir gastos de mantenimiento y
empleados. En los meses del invierno crudo la entrada es libre,
también los miércoles cuando la afluencia de público es menor.
Las dos primeras calles están ocupadas por los tesoros del ático, así
lo hacen saber los carteles con flechas que nos llevan directamente
al comienzo de nuestra aventura sabatina.

¿Qué tiene un mercado de pulgas? Como les dije antes comenzamos
por las calles donde se aglomeran los vendedores de antigüedades
o de objetos sin valor. En largas mesas o dispersos por el
suelo, se pueden encontrar los más variados objetos que fueron
rescatados por expertos vendedores de la materia; acá todo es de
uso y es posible que hasta se encuentre en malas condiciones, pero
hay algo que nos hace acercar a cada objeto, examinarlo, tocarlo,
hacerlo funcionar, y recordar cómo ese quinqué antiguo que está
en una mesa fue un día la llama que iluminó nuestra casa, o cómo
esa insignia fue llevada por nosotros cuando éramos Boy Scouts,
vemos como un radio antiguo de tamaño gigante nos hace recordar
el de un vecino nuestro, y nos asomamos a la parte de atrás y
nos parece increíble ver cuántos bombillos, resistencias y
condensadores hacían falta para sintonizar una sola estación de
radio en los años 40.

¡Cuántas cosas más podemos ver! Una lata de clavos de herraduras
y nos trae recuerdos de la herrería de la calle Martí en mi
pueblo natal, Bayamo, donde eran llevados los caballos para ser
herrados, en ese momento nos viene a la mente la fragua de carbón
echando llamas, alimentada por un fuelle de cuero, y ver cómo el
hierro se ponía al rojo vivo, y veo venir a un herrero que con grandes
tenazas levanta la herradura de entre el carbón de piedra y,
martillea el hierro para templarlo y que quede plano. Si seguimos
atrás en nuestros pensamientos recordamos cómo esos caballos que
son herrados tiran de los antiguos coches de la ciudad, o cómo el
hacendado del campo viene al pueblo en su brioso corcel. Aquello
también nos recuerda el antiguo sanatorio de la Colonia Española
de Santiago de Cuba, en Bayamo, donde los campesinos dejaban
sus caballos cuando ya no les permitían entrar al pueblo y tomaban
el autobús local que los llevaría al centro de la ciudad, o cómo
en ese mismo lugar esperábamos el antiguo comando, camión usado
en la guerra, que nos llevaría a Santa Bárbara, a la finca de un
tío de mi madre, para pasar una semana de vacaciones. Y nos viene
a la mente la fábrica de refrescos “Cawy” que establece su
embotelladora en ese mismo lugar, donde, al llegar al poder la revolución,
son fusilados a la vista pública varias personas de la ciudad,
y más tarde levanta en las instalaciones de esa fábrica de refrescos
una embotelladora de leche pasteurizada para consumo local.

Es entonces que aquella lata conteniendo clavos de herradura se
convierte para nosotros en recuerdos e historias.

Seguimos nuestro recorrido y encontramos cuadros antiguos,
con marcos más antiguos todavía, y nos vemos de pronto en la sala
de nuestra casa escuchando alguna música y viendo los que colgaban
de nuestras paredes.

Si encontramos algo que nos gusta, preguntamos el precio, sólo
por preguntar; si el precio es una ganga lo compramos de inmediato
si lo encontramos caro lo dejamos sin hacer ningún comentario.
Si está caro y es algo que apreciamos comenzamos una plática
de remate y solicitud de rebajas, el vendedor pone un precio y
nosotros hacemos una oferta, el vendedor vuelve a poner precio y
nosotros, si lo encontramos correcto, hacemos una nueva oferta o
mantenemos la oferta inicial. Con el tiempo hemos aprendido que
nunca se debe pagar el precio solicitado a menos que sepamos que
estamos comprando una ganga, en fin de cuentas sólo estamos
pasando el rato o entreteniéndonos en una mañana soleada; volvemos
a poner el artículo en su lugar si entendemos que el valor no
es el adecuado. El vendedor vuelve a levantarlo y nos muestra las
propiedades del artículo, y hasta nos relata su triste historia ha-
ciéndonos todavía una nueva rebaja, pero no la solicitada por nosotros.

Cuando sé lo que busco, también sé lo que debo de pagar.

Me detengo en una vitrina que exhibe unas insignias y, entre
un montón, reconozco dos de la Independiente Orden de Odd
Fellows; una es de la 71ª Sesión Anual de la Gran Logia de
Pensylvania, celebrada el 15 de mayo de 1894; la otra es roja y se
destaca entre todas las otras más desgastadas, es de la celebración
del aniversario de la Logia Minerva Nº 224 de Philadelphia, el día
26 de abril de 1869. Desde que las veo sé que las voy a comprar
para regalarlas a un hermano que las colecciona, miembro de la
Logia Friends, de New Jersey, y la cual visitamos todos los años.

Pregunto el precio. Cincuenta dólares cada una, dice el vendedor.
Las miro y veo su autenticidad, y las vuelvo a poner en su lugar.
No es bueno mostrar mucho interés por las cosas, y me pongo a
ver otros artículos. Ya me retiro y el vendedor me invita a que las
compre. Le digo que el precio no está en mi presupuesto. Me dice
que ofrezca y le digo: cinco dólares por cada una, y ni siquiera veo
su cara. Hago como que me retiro y me dice: cuarenta por las dos.
Le digo: veinte por las dos, y la transacción queda efectuada. Entrego
un billete de veinte dólares y recojo mis dos insignias que si
hubieran quedado allí se hubieran seguido deteriorando, creo que
para mí es una buena transacción.

No muchas personas se hubieran interesado en el artículo, pero
ese sí era algo apreciado para mí, pues conozco a la persona que las
pondrá a buen cuidado, y eso me satisface. Al llegar a mi negocio
las pongo dentro de un plástico y las sello. Para mí ha sido un buen
día en el mercado.

Nuestro paseo continúa. Nos acercamos a una mesa donde todo
está ofertado por un dólar. De entre toda la chatarra, saco una
cuchilla de cortar cartón retractable y de la marca “Stanley”, la veo
y le entrego el dólar a la persona que cuida la mesa. Una cuchilla
como ésta cuesta en el mercado de siete a doce dólares y nunca
pierde su valor, es posible que en mi negocio tenga diez cuchillas
como ésta, pero esto precisamente, fue la tentación de una ganga,
además, el atesorar herramientas es mi pasatiempo favorito.
15 de marzo de 2003. Demos un paseo por el mercado para ver
qué es lo que vemos. Una bicicleta con ruedas de bandas blancas,
una mesa llena de talladuras en mármol y en piedra, serruchos
oxidados, serruchos pintados con paisajes tropicales; una cama de
bronce como la que tenia la tía Niña en Manzanillo, estufas de
carbón, revistas cómicas o muñequitos, una cama de hierro que
nos hace recordar la que había en el patio de mi casa, chiforrobers,
armarios, vitrinas, libros, discos, discos muy antiguos, videos, discos
compactos, un aparato de Flit de los que se usaban para matar
mosquitos, herramientas de todo tipo, llaves y cerraduras, candados,
un periódico del domingo 18 de febrero de 1934, clavos de
línea, pastas de limpiar zapatos de las marcas Benjamín, Crown,
Pocker, Corona, Kiwi, una caja de tabacos Partagás vacía, latas de
clavos, aldabas de tocar en las puertas, y me viene a la mente una
portada de la revista Bohemia cuando se dio el último aldabonazo,
y la muerte de Eduardo Chivás, en Cuba; cantinas cantimploras,
bielas de carro nuevas en su caja original, violines, máquinas de
moler de distintos tipos, máquinas de cortar jamón, trípodes de
cámaras, sakíes para la nieve, bastones de golf, pelotas de todo tipo,
punzones y picadores de hielo, ganchos para alzar un quintal de
hielo, herraduras de todos los tamaños y tipos, planchas de carbón,
bigornias, chavetas, faroles de cristal rojo, anclas, espuelas,
máquinas de coser, cañas de pescar, arpones, aspiradoras, tacos de
billar, bolas de billar, faroles y fanales, computadoras, relojes de
todo tipo, incluyendo los famosos abuelos o grandfather, herramientas
de carpintería antigua como una garlopa de madera, dagas,
sables, filtros de cerámica esposas que usan las fuerzas del orden,
brochas, máquinas de escribir —antiguas y eléctricas— un
radio transoceanic de la marca Phillips, rollos de tela, barriles, garrafones,
como los que usaba mi madre para hacer el aliñao; copas,
instrumentos musicales exóticos, ruedas de carreta, arcos y flechas,
en fin miles de artículos que uno ni se acuerda que pudieran existir.”

Mas que comprar, el motivo de nuestra visita al mercado es ver
y conocer , recordar, conocer la historia de las cosas, ver cómo una
máquina de moler maíz o café de hace setenta años todavía se mantiene
en perfectas condiciones, y cómo una lámpara de carburo
todavía está funcionando, aunque no sabemos ya dónde comprar
el carburo, tampoco el luz brillante para el quinqué que nos fascinó
al principio de nuestro recorrido, o encontrar doce docenas de
presilladoras nuevas que no se pueden usar porque el sistema no es
estándar a las presillas de hoy día, descubrir que todavía existen
cintas de grabar voz de 5 mil pies de largo, completamente nuevas
en sus cajas y sin que nunca se hubieran usado, mucho menos hoy,
que la tecnología nos permite grabar en discos compactos digitales,
ver cómo todavía una persona se empecina en vender un televisor
en blanco y negro tamaño gigante (y más cuando hay otra persona
que lo compra) cuando hoy las pantallas planas a todo color, comienzan
a inundar nuestros mercados.

Pero mucho cuidado, fíjese como un caballero bien vestido y
una dama elegante, observan con atención, por medio de una lupa,
la marca de fábrica en la parte de abajo de una plato o de una
sopera que han levantado de una mesa, se cruzan miradas y se
dicen cosas muy bajas al oído, al parecer han descubierto un objeto
antiguo o de algún valor, preguntan el precio, y si es de su agrado
lo pagan sin mediar palabras, estos son los buscadores de objetos
para coleccionistas, o coleccionistas en busca de oportunidades,
Cientos de estas personas inundan este tipo de mercado para encontrar
artículos, o deleitándose con tener en sus manos una pieza
de colección.

Otra de las cosas que se encuentran son cubiertos de plata o de
oro, alfileres, prendas, juegos de copas, vajillas completas, armas
antiguas, juegos de cuchillos japoneses, bayonetas, todo tipo de
herramientas, discos de 33 revoluciones o discos compactos a precios
increíbles, artículos fotográficos, material de oficina obsoleto,
herramientas nuevas que ocuparon los estantes de algún almacén
en remodelación, y que son vendidas por un dólar o menos. Lo
que usted no se imagina lo puede encontrar en mercados como
éstos.

Hace unos días, entre un montón de prendas de fantasía, en-
contré un anillo de oro 18 quilates por un dólar. Es posible que mi
esposa se gaste cincuenta dólares en mandarlo a agrandar, pero por
un anillo de oro yo pagué un dólar.

Pero atrasemos el almanaque y nos encontramos de nuevo en
este mercado, un día 14 de diciembre, con una temperatura de 38
grados Fahrenheit, ráfagas de viento de más de veinte millas y una
lluvia intensa. ¿Se imaginan que habría gente en este lugar? Yo no
lo hubiera creído. Pero esa mañana de sábado, cuando me levanté
en mi casa, el tiempo era verdaderamente infernal. Cinco días antes
habían caído siete pulgadas de nieve, que todavía se encontraba
en el suelo o amontonada en las orillas de las calles, y al asomarme
por la ventana que da al patio veía cómo el viento barría las pocas
hojas que quedaban en el suelo. Para poder escribir algo sobre el
tema un escritor tiene que vivirlo, y yo estaba decidido a hacerlo,
quería comprobar si de verdad habría vendedores y compradores
en el mercado al aire libre. Buena fue mi sorpresa: el mercado estaba
lleno de autos, señal de que había personas allí, serían aproximadamente
las once de la mañana y tuve que estacionar casi al final del parqueo;
los espacios cercanos a las entradas estaban ocupados y no había chance de,
tomar alguno.

Lo primero que hice fue irme a las calles conocidas, a los tesoros
del ático, fue entonces que comprobé el por qué la mayoría de
las cosas que se vendían estaban oxidadas, todas estaban expuestas
a la merced del tiempo y la lluvia, y el agua de lluvia es el agua más
corrosiva que existe.

El frío era intenso, la lluvia calaba los huesos por muy abrigado
que me encontraba, llevaba sombrilla y jacket para la lluvia, así y
todo no comprendía cómo los vendedores permanecían allí. De
pronto me vi transportado a los antiguos barrios bajos donde la
gente encendía fuegos para calentarse. Fogatas, debidamente protegidas
en tanques de cincuenta y cinco galones, ardían incesantemente
para mantener el calor, pero lo que más me llamó la atención
fue ver los pequeños barbecues con pollos asados y carnes, o
pan sólo para alimentar al vendedor, y que no formaban parte de
la mercancía expuesta para la venta. Ese día también vi cómo uno
de los puestos ardía por un fuego mal preparado delante de una
mesa.

Muchos de los vendedores tenían una especie de casa de campaña
que los protegía de la lluvia; otros sólo colocaban nylon sobre
la mercadería para que no se deteriorara; otros ofrecían lo que tenían
dentro de un van o carro que usan para transportar la mercancía,
todos se protegían de la lluvia y el frío. Si había compradores,
habría vendedores; si había vendedores los compradores
vendrían pero el mercado se mantenía abierto. Al levantar la vista
vi cómo cientos de personas, sombrilla en mano, seguían en la
búsqueda del artículo deseado.

Los objetos más codiciados son los sobrantes de guerra, y son
los veteranos los que más añoran encontrar un recuerdo de esos
tiempos. Por eso este mercado no desaparece, por mucho que lo
evitemos siempre habrá una guerra.

Si usted cree que una persona impedida no viene a estos mercados,
se equivoca, cientos de lugares de estacionamiento cerca de
las entradas son reservados para personas impedidas. Es el lugar
donde más sillas de ruedas usted puede ver, donde más ómnibus
para transportar impedidos vienen y que sólo transportan personas
mayores o incapacitadas. A los ancianos les fascinan estos lugares,
tienen de todo en sus casas pero para ellos es un reto comprar
un artículo y llevarlo a la casa. Esa es su ilusión, esa es su fantasía,
y cuando están ya impedidos, los hijos o los nietos los complacen
trayéndolos a estos lugares, les comunican a los nietos los secretos
del mercado de pulgas, y estos a su vez se sienten fascinados por las
historias. Es por eso que estos mercados no desaparecerán nunca,
porque la herencia va pasando de generación en generación. Para
estas personas mayores va dedicado este trabajo. Como un homenaje
a mi madre, que es una ferviente admiradora de estos mercados,
he escrito estas líneas.

Hoy día este mercado se mantiene abierto los miércoles y los
sábados, su entrada es libre en el invierno y todos los miércoles, de
mayo a octubre, los sábados, la entrada cuesta sólo un dólar por
persona, ¿puede usted obtener mejor placer por ese precio? Los
invito a que lo visiten. En las ocho calles restantes, pueden encontrar
objetos nuevos desde ropas, hasta las joyas más finas y a un
precio relativamente bajo. Las mejores marcas, o las mejores imitaciones,
seguro le esperan en este mercado. Si no le da la tentación
de comprar, deléitese con las frutas frescas, o las comidas que venden
o preparan allí para vender. Camarones de muy buena calidad
y langostas de Maine le esperan, embutidos italianos y pan fresco,
mercancías de remates, plantas, flores, o artículos de la temporada.

Si es época de Navidad, encontrará de todo para esa ocasión. Si es
época de Halloween, habrá de todo lo relacionado con esta fecha.
Si no lo encuentran piensen que he pasado un año haciendo este
recuento y que cada sábado he agregado un pedacito a esta historia.
No piensen que todo lo expresado aquí lo verán en un día.
Este relato, precisamente, es mi mejor satisfacción.


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Este relato lo hice para complacer a mi mama.

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